Fue durante el año 1492 después de Cristo cuando Colón inició su viaje a América, lo que el mundo no sabía era que ese aparente desplazamiento traería consigo nefastas consecuencias que aflorarían no días, ni meses, ni siquiera años, sino décadas después del nefasto error.
Hablamos, mis señores aquí presentes, de los pingüinos satánicos barrocos. Estos seres de apariencia similar a las aves árticas de la familia de los sphenicidae fueron, en sus tiempos, líderes mundiales y jefes de estado que se disputaron el mundo y, que no fueron sino los humanos los seres que estos utilizaban para sus fines, como si de esclavos se tratase. Dotados de una fuerza sobrehumana y un intelecto superior al de cualquier animal los pingüinos satánicos eran como humanos perfectos en todos los aspectos. Excepto porque no eran humanos, pero eso es completamente irrelevante.
En todo caso, y no nos desviemos más. En América es bien sabido que el conquistador encontró que los “salvajes” comerciaban objetos de occidental valor exorbitante por simples cacerolas y, por tanto, la gran mayoría aprovechó para llevarse cosas de gorra como buenos waatupisos.
No fue sino el sevillano Miguel Zacarías de la Rosa Domínguez Castro Díez hijo de Antonio Jesús de la Rosa Ojeda de Sevilla quién, tras una noche de forniqueo no apto para menores de dieciocho años decidió comprarle a la moza de turno dos grandes perlitas parejas (perlas de verdad, malpensados) así que a la vuelta, más contento que unos cascabeles con boina se llevó ambos regalitos, craso error que le costaría grave al planeta.
La leyenda (que para nada me he inventado hace unos segundos por efecto de sustancias extrañas) cuenta que si te encuentras perlas de ese tipo debes destruirla inmediatamente usando el corrosivo más potente del planeta: Orines de caracol. Pero eso no lo sabía Miguel quien, una vez en Sevilla y en un descuido, dejó caer accidentalmente las perlas tras un funesto tropezón en el que hallaría su muerte… veinte años después de viejo.
Los huevos rodaron, rodaron y volvieron a rodar, cayendo finalmente a las cañerías de la ciudad cuan libro de J.K.Rowling. Allí, entre la mierda de la urbe se abrieron y salieron dos criaturas satánicas: dos pingüinos de color blanco con ojos de plato.
Como eran un macho y una hembra fornicaron sobremanera, se extendieron bajo la ciudad, devorando a los pobres infelices que se atrevieran a bajar por las alcantarillas. Así se creó la leyenda de la calle Sierpe, cuando, una noche, unos ciudadanos descubrieron el cadáver de una gran serpiente que en cuyas mandíbulas descansaba un pobre e inocente esclavo. Lo que no sabían era que la serpiente fue asesinada por uno de los pingüinos de la Nueva Ola. Nombre que recibiría la progenie de los dos originales.
Así, a la sombra del mundo, empezaron a tejer su red de influencia por todo el planeta, controlando desde las sombras la humanidad. Esperando el ansiado momento de salir a la luz.
Renacimiento.
Tras una época conocida como Edad Sin Control por la urbe pingüino (Edad Media para los humanos), durante la cual la influencia de los seres satánicos se vio cortada de pleno debido a una serie de conflictos religiosos que casi desembocan en la eliminación de toda forma de vida no humana -Excepto en el caso de los pingüinos, pues uno solo de ellos podría perfectamente destrozar un pequeño ejército de veinte enemigos-, los invasores árticos decidieron salir a la luz, revelándose ante el mundo como enviados de Satanás. Dios de la luz y el progreso.
Este cambio no gustó a los renacentistas, pues muchos de ellos seguían anclados en las viejas costumbres en las que se veía a Satanás como portador de plagas y maleficios (Una hábil treta creada por el Vaticano para coartar la influencia pingüino). Y así, por primera vez, los gritos de guerra se alzaron. Las armas de los pingüinos eran su propia arte marcial, una con la cual podían destrozar cráneos humanos con innegable facilidad, así como armas menores como cuchillos o arcos cortos que en sus alas adquirían una potencia demoledora.
La guerra se propagó por toda Europa, los pingüinos eran pocos y estaban desorganizados debido a la distancia entre las múltiples polis y la incomunicación entre ellas, mientras que los ejércitos europeos, aunque más débiles en cuanto a potencial, constituían una fuerza contada en decenas de miles de soldados perfectamente organizados y sometidos al yugo de la religión como placebo contra las muertes que se producirían.
Años más tarde, la situación era insostenible. Solo la poli de Caesar ul der Pingüinar quedaba en pie, resistiendo estoicamente las descargas y salvas de flechas que llovían del cielo. Indignante, pensaba el gobernador Anclar, por aquel entonces rey de la ciudad y del mundo pingüino. A tal extremo llegó su ira que tomó la decisión más arriesgada de la historia: Se convertiría en el alma que sujetara a los suyos, se convertiría en su libertador. Aun cuando eso le costara la vida.
Los meses fueron pasando, las tropas europeas ganaban cada vez más terreno. Anclar seguía bajo tierra, en los laboratorios pingüinos. Estaba haciendo un pacto con el mismísimo Satanás.
-La victoria a cambio de tu alma.-Dijo únicamente el dios.
-¡Qué no quede ni uno con vida!-Gritó Anclar mientras sus plumas superiores adquirían un tono negruzco, sin duda a causa de su pacto con el Diablo.
A la mañana siguiente todas las tropas Europeas habían caído. Anclar no aparecía por ningún lado, daba la sensación de haber desaparecido. Sin embargo, todos sabían quien había acabado con los enemigos. Todos lo imaginaban, así, esa mañana de mayo, los gritos de júbilo de los invasores árticos llegaron desde Noruega a Italia, rugidos de alegría que helaron el corazón del mundo.
Una nueva era se acercaba.
“¡Qué no quede ni uno con vida!”