Sorin Andrei Cristea

El fuego consumía mi cuerpo haciéndome sentir un dolor lacerante. Sentía como mi alma se desgarraba. El sol ante mi me destruía con su ardiente luz, bañándome en llamas. Grité con todas mis fuerzas, y el aullido de dolor brotó de mi garganta arrastrando mi sufrimiento.

Abrí los ojos y me incorporé rápidamente sobre mi cama. Respiraba agitadamente, estaba sudando. Me llevé la mano a la frente y cerré los ojos, intentando tranquilizarme. Comencé a respirar hondo. Dirigí la mirada hasta la puerta de mi habitación. La primera vez mi tío había venido corriendo a ver que me sucedía. Los primeros días fueron difíciles, pero poco a poco la familia se acostumbró a mis recurrentes pesadillas. A veces me pasaba noches enteras en vela, incapaz de dormir.

Seguí respirando hondo y me dejé caer sobre la cama. Miré al techo sin observar nada en particular. Me sentía cansado, pero sabía que no iba a poder dormir más durante toda la noche. Me reincorporé de nuevo y me senté sobre la cama. Abrí el cajón de mi mesilla de noche y extraje de éste un pesado libro. Lo abrí sobre mi regazo y comencé a hojearlo.

Estuve pasando las páginas durante unos minutos.

- ¿No puedes dormir? – preguntó una vocecilla desde la mesilla de noche. Un pequeño murciélago se posó sobre el libro, obligándome a apartar la vista de mi vaga lectura.

- Ya sabes que siempre he tenido estas pesadillas. Me veo incapaz de acostumbrarme.

- Entiendo… - dijo el pequeño murciélago.

En efecto, desde que tengo memoria siempre he tenido estas pesadillas. Mi madre me decía que cada noche, sin excepción, me despertaba aterrado entre gritos. Cada vez que dormía veía en mi cabeza terroríficas escenas y siniestros lugares. Siempre había habido una pesadilla en concreto que me atormentaba. Al principio se repetía pocas veces, pero luego comencé a vislumbrarla con más frecuencia. En esta pesadilla me veía encadenado a un lugar, incapaz de moverme. De pronto el sol salía y me bañaba con su luz. Entonces yo sentía un dolor insoportable y veía mi cuerpo arder. Nunca me lo había podido quitar de la cabeza.

Mis hermanos se burlaban de mi “injustificado” temor a ese momento del día en el que el sol sale y da paso al día, el amanecer. Me aterraba la posibilidad de que algún día pudiera pasarme lo mismo que me pasaba en la pesadilla, y que las primeras luces del día hicieran arder mi cuerpo. Siempre había sido muy sensible a la luz del sol, y mi salud había sido precaria desde que contraje mi primer resfriado. Sin un cuerpo fuerte como el de mis hermanos me quedé relegado al campo del estudio. Pero todas aquellas materias densas y aburridas nunca atrajeron mi atención. Lo que me gustaba era escuchar a mi padre hablar con los demás, convenciéndolos siempre de lo que él quería.

Tuve un gran maestro en el ámbito de las habilidades sociales, ¿qué más podía esperarse de un miembro de la casa de los Cristea? Pertenecíamos a la baja nobleza, pero portábamos nuestros títulos con mucho orgullo. Aunque ciertamente yo fui siempre algo así como la oveja negra de la familia. No era como mis hermanos, ni siquiera como mis padres. Siempre sentí que había algo en mí que no iba bien, algo oscuro.

Las pesadillas se fueron sucediendo a lo largo de los años, y acabé decidiendo que ya no quería sentir más miedo. Decidí dejarme llevar por aquellos siniestros sueños e internarme en los oscuros caminos del ocultismo. Obsesionado por saber qué me pasaba comencé a estudiar las artes ocultas. Con doce años ya me había adentrado lo suficiente en el campo como para echarme atrás. A medida que descubría más y más sobre todo lo sobrenatural que hay en este mundo sentí como las pesadillas se volvían más claras y reveladoras.

Tras mucho investigar a escondidas de mi familia, a los trece años llegué a una oscura conclusión sobre mi propia existencia.

Las horas parecían pasar cada vez más lentamente. Me había aburrido de mi lectura y el libro descansaba de nuevo sobre mi mesita de noche. Una luz plateada y espectral se colaba por mi ventana, iluminando la habitación. Era extraño leer cuando esa luz te iluminaba. Daba al ambiente un toque siniestro, y la verdad es que yo nunca había estado muy a gusto con esas cosas.

El pequeño murciélago se acercó de nuevo a mí, esta vez se posó sobre mi cabeza. Me sorprendía a mí mismo lo permisivo que era con Mabel. Ninguna otro ser en el mundo podría estar tan unido a mí como él.

- ¿Aún no te viene el sueño, amo? – preguntó.

Mabel estaba siempre pendiente de mí, siempre pendiente de mi seguridad y bienestar. En ocasiones era realmente pesado, pero yo nunca le reprochaba nada.

- Creo que esta noche no voy a dormir.

Era curioso, como cuando estaba encerrado en mi cuarto podía tomar el control. Me tranquilizaba enormemente estar solo (con Mabel) en aquel lugar. Sentía que estaba arropado, y a la vez aprisionado. Siempre que podía volver a casa antes del anochecer me encerraba en mi cuarto y cerraba la puerta con llave. Entonces le pedía a Mabel que la escondiera, y ya me sentía mucho más tranquilo.

¿Qué haría yo sin Mabel? Recuerdo cuando nos conocimos por primera vez. Yo era joven, tenía trece años. Me encontraba en una obsesiva búsqueda de mi verdadera identidad, del sentido de mi existencia, del conocimiento de aquello que me hacía como era. Me encontraba encerrado en mi cuarto, incapaz de saber lo que me deparaba el destino.


- Ya hemos llegado. Es aquí, Maebelion. Puedo sentirlo – dijo una voz femenina en la oscuridad.

- Sí… Esta cerca, muy cerca.

- Tenía tantas ganas de conocerlo… ¡Por fin, Maebelion!

Una enorme figura surgió de entre las sombras. En su monstruoso rostro pudo verse un intento de sonrisa.

- Yo también tengo muchas ganas de verlo.

De entre las sombras surgió una figura femenina, joven. Se subió encima del enorme murciélago que era su compañero y juntos emprendieron el vuelo.


No podía evitarlo, los ojos se me cerraban, mis párpados parecían pesar cada vez más. ¡Pero no podía detenerme, no ahora! Debía seguir investigando, ya estaba muy cerca. Cuanto más intentaba mantenerme despierto más sueño sentía. Finalmente no pude evitarlo y mi me dormí sobre el escritorio.

Entonces unas oscuras siluetas pudieron verse a través de mi ventana.


La mujer abrió lentamente la ventana, y entró sigilosamente en la habitación. El monstruoso rostro del murciélago esbozó una mueca.

- ¡Es muy pequeña!

- ¡Shhhh! – la mujer hizo callar a la criatura.

El murciélago resopló y atravesó la pared, como si no fuera más que un fantasma. Los dos compañeros buscaron con la mirada cualquier indicio de vida en la habitación. Detuvieron su búsqueda al unísono, fijando sus miradas en el escritorio.

El murciélago vaciló.

- ¿E-es él?

- Me temo que sí.

- Pero es muy pequeño, ¡míralo! No es más que un crío.

- És él, Maebelion. Puedo sentirlo, aquí – dijo la mujer, posando su mano sobre su pecho.

- No creo que esté en condiciones de venir con nosotros, hacer de niñera no se me da nada bien.

- Tienes razón, aún es muy joven. Pero deberíamos ayudarle de algún modo.

- ¿Qué propones? – dijo el murciélago, acercándose cautelosamente al chico.

- Necesita un lazo de unión, algo que lo una a su verdadera identidad – la joven permaneció en silencio durante unos instantes, luego alzó la vista hacia el murciélago – Te necesita a ti.

- ¿Qué quieres decir?

La mujer se acercó al niño durmiente y al enorme murciélago.

- Tu amo te tuvo a ti en su momento. Él necesita ahora un compañero que lo guíe y lo ayude.

- Ajá.

- Tardaré un poco, vigila la puerta.

El murciélago asintió y de pronto fue envuelto en un halo de oscuridad, volviéndose prácticamente invisible. Entonces atravesó la puerta de la habitación del chico e hizo guardia. La joven se sentó en el suelo y cerró los ojos. Comenzó a concentrarse y a recitar extrañas palabras en idiomas olvidados.

Así se pasó horas, y todo ese tiempo estuvo el serio murciélago vigilando la puerta. Cuando la mujer estuvo lista se levantó y un halo de luz blanca la rodeó por completo. Mientras sentenciaba las últimas palabras de su ritual se acercó al chico y posó su mano sobre él. Una brillante luz comenzó a brillar en el interior del niño, pero pronto se corrompió y se volvió pura oscuridad. De la siniestra energía que desprendía el chico nació un ser oscuro pero leal. Mabel, el fiel siervo.


La mujer y el murciélago abandonaron aquel lugar, dejándole al niño el único recuerdo que no le aterrorizaría soñar. Era la compañía que necesitaba, el fiel amigo que siempre estaría a su lado.
No podía hacer más por el momento, pues el pequeño no estaba preparado para lo que le deparaba el destino.