Si pudiera ver un amanecer contigo

Caminaba con pasos cortos y lentos, avanzando poco a poco por las calles ensombrecidas de la ciudad. Alcé la cabeza, y observé las nubes eternas que cubrían el cielo. Hastiado estaba de la sombra eterna bajo la que teníamos que vivir. Éramos los hijos de la noche, y aunque aquello conllevaba grandes poderes también llevaba consigo una terrible maldición.

Nunca podríamos ver la luz del sol.

Mi paseo se alargó más de lo esperado, llevándome por las callejuelas adoquinadas y oscuras que recorrían la ciudad como una telaraña. Paso a paso dejaba que mi mente se relajara, concentrándome en el eco del entrechocar de mis botas y el suelo.

Llegué a mi destino, un gran edificio de un negro impoluto. Su fachada estaba salpicada de formas curvas y angulares, dándole una imagen imponente. El techo abovedado se alzaba como una esfera de obsidiana, reluciente. Apresuré mi marcha hasta llegar a las puertas del Salón de los Antiguos.

- No te cansas de venir, ¿eh, Istvan? – dijo el vigilante que guardaba la entrada. Era alto y fornido, se llamaba Arisztid.

- Me gusta visitar a mi padre, eso es todo – contesté, con gesto apagado. Visitar el ataúd de mi padre se había convertido ya en mi ritual habitual. Cada vez que necesitaba decirle algo a alguien se lo decía a él – No tardaré mucho.

- Bien, no te entretengas. Ya sabes que el resto de nobles se ponen muy quisquillosos respecto al acceso al Salón – me advirtió el vigilante.

Asentí con la cabeza y seguí mi camino, cruzando el arco de la entrada. El eco de mis pasos se intensificó a medida que me adentraba en las impolutas galerías del Salón de los Antiguos. Cuando entré en la gran sala abovedada contuve la respiración. Allí estaban los Antiguos, los más ancianos de entre los nuestros. Avancé con gesto solemne, siguiendo el mismo camino que había trazado años atrás.

Allí estaba, como siempre, el ataúd de mi padre. Él era un Antiguo, y sólo lo despertábamos en tiempos de necesidad. Me dolía no poder hablar cara a cara con él, nunca había podido hacerlo. Me limité a sentarme junto al ataúd. Siempre me había conformado con hablar en voz alta, junto a él. No estaba seguro de si podía oírme o no, pero siempre había confiado en él para contarle todos mis problemas y secretos.

- Ya he regresado, Padre – comencé, con un tono apagado – Hoy siguen habiendo nubes sobre la ciudad, me temo que nunca se irán.

Jugueteé con los dedos, nervioso.

- ¿Sabes? Últimamente he estado pensando en muchas cosas. En por qué somos lo que somos, en por qué hacemos lo que hacemos – callé durante unos instantes, mirando tristemente al vacío – He reflexionado mucho, Padre.

Aguardé en silencio, quizá esperando una respuesta que jamás llegaría. Cuando el silencio se volvió demasiado incómodo volví a hablar.

- Antes no entendía muchas cosas que sucedían aquí. Era joven, inexperto. Pero ahora, con el paso de los años, he comenzado a verlo todo de una manera distinta.

Saqué de mi cinto un pergamino enrollado. En él había una preciosa imagen plasmada, el sol asomándose por el horizonte. Un amanecer, algo que nunca había podido ver en persona. Y parecía tan precioso…

- Antes era como todos los demás, Padre. Sólo quería poder y fuerza. Únicamente quería imponer mi autoridad sobre los demás. Pero… Padre. Ahora he cambiado, ella me ha hecho cambiar.

En mi rostro se esbozó una leve sonrisa, atontada y soñadora.

- Ella me ha hecho verlo todo de otro modo. Y sé que ahí fuera hay un mundo inmenso y precioso, esperando a que lo vea con mis propios ojos. Y siento una sensación aquí en el pecho, que me oprime. Ahora miro apenado por la ventana de mis aposentos, incapaz de ver más que una ciudad gris y sombría. Y cuando alzo la cabeza al cielo las eternas nubes me decepcionan.

Enrollé de nuevo el pergamino, rápidamente, como si me avergonzara de haberlo sacado en aquel lugar.

- Me siento diferente, Padre. Y no sé qué hacer. Ahora rondan mi cabeza cientos de ideas que tiempo atrás no habría podido ni imaginar. ¿Puedes creerlo, Padre? ¿Cómo puede alguien cambiar tanto en tan poco tiempo?

Yo ya sabía la respuesta a aquella pregunta, pero ésta me complacía y me asustaba a la vez.

El silencio llenaba el Salón de los Antiguos. El suelo de negro impoluto era frío al contacto, pero no me importaba. Muchos días había pasado yo en aquel lugar, hablando conmigo mismo. El ataúd de Padre era el confidente silencioso que me hacía compañía sin decir palabra.

- Todo comenzó hará una semana – sonreí, recordando el momento en el que la vi por primera vez, a ella.

Cerré los ojos, dejando que mi mente vagara por los recuerdos del pasado.

- Me encontraba en casa, era de noche. Habían llegado nuevos esclavos, porque los viejos habían muerto desde la última rabieta de Felicia.

Arqueé una ceja, recordando el momento en el que la regañé. Felicia siempre había sido una hermana pequeña muy inmadura.

- Estaban entrando por la puerta. Yo los observaba atentamente, memorizando sus rostros. Pero cuando la vi a ella me quedé pasmado. Era tan… - carraspeé – No sé cómo decirlo. Pero su imagen me dejó hechizado. Dejé de prestar atención a lo que sucedía a mi alrededor.

Suspiré profundamente.

- Desde el primer momento en que la vi me gustó, Padre, me gustó mucho. Quise acercarme a ella, aunque al principio me daba mucha vergüenza. Es algo extraño, ¿no, Padre? ¿Cómo pude interesarme por ella, una esclava?

Guardé silencio por unos segundos, mirando el ataúd.

- No lo sé, no… Y me costó mucho llegar a dirigirle la palabra. Supongo que me envalentoné cuando no quedó otra salida. Felicia estaba teniendo otra de sus rabietas, y estuvo a punto de atacarla a ella y… Y yo la protegí.

Fruncí el ceño. Ninguno otro de los nuestros lo habría hecho. ¿Proteger a un esclavo? ¿Por qué entonces lo hice yo?

- Felicia se fue, enfadada. Y me quedé a solas, con ella. Yo no sabía que decir, y ella no hacía más que mirar al suelo. Acabé por decidir que tenía que arriesgarme, tenía que descubrir que era lo que sentía por aquella esclava. Le pregunté su nombre.

“C-cómo… ¿Cómo te llamas? E-es… ¿Esclava?”

“Eilaith, señor.”

Nunca olvidaría aquellas palabras. Porque desde el momento en el que lo supe su nombre se grabó con fuego en mi corazón.

- Estuvimos hablando, Padre. Hablamos durante horas y horas, de día y de noche. Nunca me cansaba de oírla hablar del mundo exterior, de lo que había más allá de los muros de nuestra ciudad. También me habló de la calidez de la luz del sol, de lo preciosos que eran los amaneceres. Incluso dibujó un amanecer para mí, para que pudiera verlo yo también.

Resoplé. Aquellas eran cosas que jamás podría disfrutar yo mismo. ¿Por qué tenía nuestra raza que verse obligada a vivir bajo las sombras? Nos refugiábamos en nuestras ciudades cubiertas por las nubes eternas.

- De pequeño nunca me interesé de lo que había más allá. Nosotros… nosotros no hacemos más que escondernos bajo nuestras nubes y esclavizar a los demás para que nos sirvan. Nos aislamos del mundo sin preocuparnos más que por la luz del sol y la sangre.

Agaché la cabeza, y vi mi reflejo en el pulido suelo negro. Mis pupilas plateadas resplandecían con intensidad. Mi cabello negro caía sobre mis hombros elegantemente. Era como ellos, era uno más, pero…

- No sé si quiero esta vida, Padre. Yo… lo he pensado durante mucho tiempo.

El silencio tras mis palabras se me hizo el más tenso de todos.

- No creo que estuvieras de acuerdo conmigo, Padre. Pero esta mañana he comparecido ante el resto de los nobles. Quería que abrieran los ojos, quería que vieran que… que podemos ser algo más.

Apreté los puños, frustrado.

- Pero sólo he obtenido murmullos de indignación. Todos creen que tener esclavos es lo más normal del mundo, creen que tenemos ese derecho. El derecho de imponernos como amos y señores del resto de razas.

Recordé con amargura la historia de Eilaith. Cómo los nuestros la habían arrancado de su familia para traerla aquí como una esclava, igual que al resto.

- No lo tenemos, Padre. No tenemos derecho a arruinar tantas vidas.

Lo peor de todo es que yo había estado de acuerdo con la esclavitud. Y si no me hubiera fijado en Eilaith, si no me hubiese enamorado de ella, habría continuado formando parte de ese sistema que ahora tanto me repugnaba.

Y es que el amor era una fuerza tan poderosa…

Me levanté, silencioso. Había llegado la hora de marcharse. Puse mi mano sobre el negro ataúd.

- Ojalá estuvieras conmigo, Padre. Ojalá pudieras decirme qué es lo que debo hacer…

Había llegado la hora de irme, no podía pasarme demasiado tiempo en el Salón de los Antiguos. El turno de Arisztid no duraría mucho más, y los otros guardias no eran tan permisivos.

Me alejé con pasos cortos y rápidos. Me gustaba estar con mi padre, pero pasar mucho tiempo en el Salón de los Antiguos me asfixiaba.

- Volveré mañana, Padre.

El camino hacia la salida se me hizo más largo que cuando entré. Mientras andaba por las oscuras galerías veía mi reflejo en la pared. Era como si mi otro yo me mirase desde el otro lado de la pared, decepcionado. ¿Habría defraudado a Padre de estar él despierto?

Lo único que sabía es que nadie más apoyaba mi posición frente a la esclavitud. Ahora mismo sólo era alguien que pensaba diferente, que pensaba cosas distintas que los demás. Eso no gustaba a los nobles.

- Puntual como un reloj, me toca retirarme ya – dijo Arisztid cuando me lo encontré en la salida.

- Ya sabes que no me arriesgo con otros guardias – contesté, sonriente. El fornido guardia me caía bien, era de los pocos amigos que parecía tener.

Resoplé antes de ponerme en camino, avanzando por las calles adoquinadas. Andaba rápidamente. Tenía ganas de llegar a casa, de verla a ella.

Antes de conocerla me gustaba pasear por la ciudad. Me encantaba perderme por sus calles oscuras, vagando sin rumbo bajo el amparo de las nubes eternas. Me entretenía con cualquier cosa, saludaba a todo el mundo… Ahora me sentía un extraño que caminaba por una ciudad desconocida. Ya no me paraba a hablar con cualquiera, incluso rehuía las calles más oscuras de la ciudad.

Ya no amaba tanto a mi ciudad, la que me había visto nacer y crecer.

No tardé mucho en llegar a casa. Cuando estuve a punto de suspirar aliviado tuve que contener la respiración. Felicia estaba en la entrada, mirándome divertida.

- ¿Felicia? ¿Qué haces aquí? – la miré a los ojos – Me… ¿Me esperabas?

Felicia era baja y aniñada. Llevaba su cabello de un intenso rojo recogido en dos coletas. Estaba de brazos cruzados y una amplia sonrisa ocupaba su rostro. No dijo nada, simplemente me miró.

- ¿Por qué no dices nada? ¿Ha pasado algo?

Mi hermana simplemente se echó a un lado, dejándome pasar. Pude oír voces venir del interior. ¿Quién había venido a visitarnos?

Entré apresuradamente al interior. Alguien estaba bajando por las escaleras del vestíbulo. Había dos miembros de la guardia de la ciudad. Llevaban cogida por los brazos a Eilaith.

Mi Eilaith…

- ¿Qué hacéis? ¿A dónde la lleváis?

Fue Felicia quien respondió.

- No te preocupes, hermano. Sólo se la llevan bien lejos de aquí. Quizá la maten, no sé.

La frialdad que había en las palabras de mi hermana me llenó de ira.

- ¿A qué te crees que estás jugando? – grité, encarándome a Felicia. Acto seguido me giré - ¡Suelten a la esclava, no se la pueden llevar!

- Tenemos órdenes de alejarla de ti. Y no tienes autoridad para obligarnos a lo contrario.

- ¿Pero qué…? ¡Soy un miembro del consejo! ¡Estáis bajo mis órdenes!

- La decisión la ha tomado el consejo por votación unánime, hermano. Se han reunido hará unas horas – respondió Felicia, acercándose a mí, como una pantera acechante.

- ¿Por qué no he sido avisado? ¿Qué ha pasado aquí?

- Oh, querido hermano… - dijo Felicia, agarrándose a mi brazo – El resto de miembros del consejo opina que… después de tu extraña actuación esta mañana… no estás en tus cabales. Esa esclava te ha hechizado, ha emponzoñado tu voluntad. Sólo te ha utilizado para que lleves al consejo sus desbaratadas ideas. ¿Por qué si no uno de nosotros estaría en contra de la esclavitud?

- ¡No es cierto! – gritó Eilaith, con lágrimas en los ojos.

Uno de los guardias le dio un codazo en el abdomen.

- ¡Calla, esclava!

Aquello fue el colmo. Me desasí de mi hermana y di un paso hacia adelante. Un aura oscura comenzó a rodearme, como una densa bruma.

- Soltadla – ordené – Ahora.

Los guardias quedaron en silencio. Yo era su directo superior, pero habían recibido órdenes de algo superior a mí.

- No, señor. No le entregaremos a la esclava.

Fruncí el ceño y sentí como la ira embargaba mi cuerpo. No podían llevársela, no podían. Desenvainé mi arma y la alcé amenazadoramente.

- ¡Dejadla ir! ¡Ya! – mi grito colérico resonó en la casa como una súplica desesperada – Si no me veré obligado a recurrir a la violencia – las palabras salieron de mi boca casi escupidas, estaba perdiendo los estribos.

Los guardias desenfundaron también sus armas.

- No permitiremos que contravenga las órdenes del Consejo.

Me abalancé sobre los guardias en una rápida estocada. Pero ellos eran diestros con las armas, seguramente más que yo. El guardia bloqueó mi acometida con su espada y rechazó mi ataque, haciéndome retroceder. Luego el otro se lanzó contra mí, obligándome a defenderme a la desesperada.

Pero la espada del guardia atravesó mi defensa y me hirió en el hombro. Dejé escapar un grito de furia y dejé que la energía oscura que desprendía mi aura se concentrase en mi mano. Una descarga de rayos negros brotó de mis dedos e impactó en el pecho de uno de los guardias, que no pudo defenderse a tiempo de semejante demostración de poder. Éste cayó al suelo, aturdido, y entonces el otro guardia se lanzó contra mí para vengar a su compañero.

El combate se prolongó durante unos minutos, destrozando con nuestros movimientos el recibidor de la casa. Mi hermana se había ido, acobardada. Eilaith se había refugiado bajo la escalera que subía al segundo piso. El intercambio de estocadas se hizo más intenso a medida que me medía con la espada contra el guardia.

Podía ver a través de su yelmo los ojos plateados que brillaban con ira. Mientras intercambiábamos ataques fui concentrando mi energía en la mano libre, preparando un ataque final que me librara del combate. Cuando logré encontrar un hueco en la defensa de mi oponente supe que era el momento perfecto, liberé toda la energía concentrada en un poderoso pulso que proyectó al guardia fuera de la casa, lanzándolo por los aires y haciéndolo caer en el jardín. Tanta fue mi suerte que cayó sobre la puerta principal, siendo atravesado su corazón por las puntas afiladas de la puerta. Pero eso no bastaba para matar a uno de los nuestros.

Mis contrincantes no tardarían demasiado en reponerse, debía moverme con presteza. Envainé mi espada y corrí hacia la casa, buscando a Eilaith bajo las escaleras. La encontré acurrucada, refugiándose de la refriega.

- Eilaith, mi amor. ¿Estás bien? – pregunté, con la voz quebrada.

Ella me miró con los ojos llorosos, me abrazó con fuerza.

- Istvan, Istvan… - gimió – No deberías haber combatido con ellos, ¡ahora eres su enemigo! ¡Ahora también te buscarán a ti!

Las palabras de Eilaith eran aterradoramente ciertas, pero ya no había marcha atrás. Había hecho una apuesta arriesgada por aquel nuevo modo de vivir. Quería salir de los muros de aquella ciudad sombría y vivir felizmente con aquella mujer a la que amaba. Ya no quería ser Istvan el aristócrata. Lo que más deseaba en estos momentos era ser Istvan, el hombre libre.

- No importa, es lo que he elegido. Marchémonos, Eilatih, aprisa.

No había tiempo para tomar provisiones, tomé a Eilaith de la mano y emprendimos nuestra acelerada fuga por las pavimentadas calles de la ciudad. Nuestros pasos resonaban con fuerza por la ciudad, era como si toda ella estuviera pendiente de nosotros. No podía evitar la sensación de que había actuado como un ser despreciable, atacando a los míos. Pero, ¿qué honor le quedaba ya a nuestra raza marchita?

Eilaith y yo corrimos sin descanso, y pronto se presentó ante nosotros la imponente puerta de la ciudad. Estaba cerrada, y un poderoso guardián la custodiaba. Era Arisztid.

- Istvan, amigo. Aún puedes detener esta locura. Entrega a la esclava.

Me quedé estupefacto.

- ¿Pero qué estás diciendo, Arisztid?

- Ya lo sé todo, Istvan. Sé que esa esclava te ha utilizado. El Consejo me ha pedido que custodie la puerta de la ciudad. Ellos sabían que intentarías una maniobra desesperada. ¡Aún estás a tiempo de salvarte! ¡Entrega a esa maldita esclava! Tú eres un buen hombre, Istvan. Por favor, no te dejes engañar.

No podía creer lo que estaba oyendo. Incluso Arisztid había sido puesto en mi contra.

- Por favor, amigo mío. Apártate de esa puerta y déjanos salir.

El guardián desenvainó su pesada espada, mirándome con determinación.

- No, Istvan. Sobre mi cadáver.

Algo se resquebrajó en mi interior, sentí como mi corazón se partía por la elección que había tomado. Con lágrimas en los ojos desenfundé mi espada y la alcé, preparándome para combatir.

- Sea pues.

Con rápidos movimientos avanzamos el uno hacia el otro, y nuestras espadas entrechocaron en un frenesí imparable. Con una facilidad inusitada Arisztid bloqueó mi serie de acometidas y me empujó hacia atrás.

- Por favor.

Apreté la mandíbula y alcé mi mano izquierda hacia el cielo. Estaba dispuesto a luchar por aquello que amaba, fuera cual fuera el precio a pagar. Una esfera oscura se materializó sobre mi mano, y con toda la fuerza de la que dispuse liberé el sortilegio sobre el guardián. Una bandada de oscuros murciélagos se abatió contra Arisztid. Éste se defendió con su gran espada, que comenzó a brillar intensamente mientras bloqueaba uno de mis sortilegios más poderosos. La banda de murciélagos comenzó a dispersarse a medida que el guardián partía mi ataque en dos.

El intenso brillar de la espada cesó, y ésta vez fue el guardián quien inició el ataque. Se abalanzó sobre mí a gran velocidad, y descargó todo el peso de su arma sobre mí. Yo alcé mi arma con intención de protegerme, pero mi débil espada se partió ante la colosal arma de mi adversario. Caí al suelo, abatido.

- Istvan, esto se ha acabado. Has perdido, ya no puedes hacer nada.

Apreté los puños y me alcé en el aire con una elegante pirueta. Caí de pie a varios metros de Arisztid.

- No, amigo. Esto no se ha acabado, y siento mucho que hayamos que tenido que llegar hasta este punto.

Respiré hondo y pronuncié las palabras que rompían el sello de la oscuridad que llevaba en mi interior. De mi cuerpo surgió una bruma negruzca que tomó forma propia. Mi temible siervo oscuro se materializó ante mí. El oscuro murciélago se posó en el suelo.

Era pequeño, pero nadie sospechaba el poder que poseía.

- A sus órdenes, maestro – dijo el pequeño ser, con una voz chillona pero siniestra.

Arisztid bajó la guardia, confiado. ¿Cómo podía aquel minúsculo ser rivalizar con él?

- Ataca, Maebelion, a matar – dije, con voz firme.

El oscuro murciélago se alzó en el aire, desapareciendo entre las sombras de la ciudad. Arisztid me miró confundido, yo sólo sonreí.

De pronto, de entre las calles, surgió un enorme ser alado. Un macabro murciélago gigante, que desprendía oscuridad pura. Se abalanzó contra Arisztid, quien apenas pudo defenderse de la acometida de mi poderoso siervo.

Tomé de la mano a Eilaith y comencé a correr por la plaza mientras Maebelion forcejeaba con Arisztid. Las capacidades del guardián eran claramente inferiores a las del enorme murciélago.

- No tenemos tiempo, amor mío. Los guardias pronto llegarán.

Ella me siguió aterrorizada. Pero justo cuando llegamos a la puerta un dolor insufrible recorrió todo mi cuerpo. Caí de rodillas al suelo y me llevé las manos al abdomen. Me sentía terriblemente debilitado, pero no había herida alguna en mi cuerpo.

Me giré aterrorizado y vi como una figura oscura extraía su arma de la espalda de Maebelion. El enorme murciélago cayó al suelo, agonizando.

- Maestro… maestro… - gemía sin cesar. Arisztid yacía muerto en el suelo, no había sido él quien había herido a mi familiar. Abrí los ojos desproporcionadamente, incrédulo. La oscura figura dio unos cuantos pasos, dejando que la poca luz que había en aquel lugar lo iluminase por completo.

La figura se detuvo y enarboló su gran guadaña negra. Aquel ser habló, y su voz retumbó en el lugar como si de un terrorífico espectro se tratara. Heló mi sangre y la de Eilaith con su timbre terroríficamente reconocible.

- Te has portado muy mal, hijo mío.