Si pudiera ver un amanecer contigo

Padre me miró con sus siniestros ojos centelleantes. ¡Estaba de pie, frente a mí! Todos estos años había tenido que hablar con él sin verlo directamente, ¿me habría escuchado?

- ¡Padre, por favor! ¡Escúchame! Yo sólo…

Con un gesto firme cortó mi discurso.

- Ya he escuchado todo lo que tenía que escuchar antes de despertar.

- Entonces… - comencé, esperanzado.

- Sin duda tu pensamiento pone en peligro a los nuestros. Has sido manipulado, ¡y hasta qué extremo! Has combatido a nuestra propia guardia y has asesinado a uno de los nuestros.

- Pero...

- Tú ya no eres mi hijo.

Sus palabras hirieron profundamente lo poco que me quedaba de corazón. De verdad había pensado que podría solucionar las cosas, que mi padre podría escucharme. Había sido mi confidente durante todos estos años pero… pero lo había defraudado. Ya no me consideraba su hijo, lo había deshonrado.

- Ahora mi misión es derrotarte y arrestarte para que seas llevado a juicio. Es un privilegio para ti que no me hayan ordenado eliminarte en el acto, porque es lo que mereces.

No había escapatoria, con un rival como mi padre poco se podía hacer. Pero el portón estaba cerrado y no tendría tiempo suficiente para abrirlo antes de que Padre me atacara. No tenía nada que hacer, me sentía como una rata acorralada.

De pronto sentí como la magia se acumulaba a mi alrededor, una negra espada se materializó en mis manos. Maebelion en un último esfuerzo había conjurado una espada para mí.

- M-maestro… - gimió – Yo lucharé junto a vos.

Pese a la herida que tenía, que también me dolía a mí, se alzó en el aire y voló junto a mí. Padre no hizo nada para impedírselo, sabía que ganaría igualmente. No teníamos ninguna posibilidad.

- Gracias, Maebelion… - murmuré.

- Basta de cursilerías, ¡defiéndete! – gritó Padre mientras se abalanzó contra nosotros guadaña en mano. Fue tan rápido que apenas pudimos verlo llegar.

Girando sobre sí mismo hizo un ataque circular con la guadaña, amenazando con atacarnos a los dos a la vez. Maebelion consiguió esquivar el ataque, y la guadaña entrechocó con mi espada. Saltaron chispas de oscuridad pura, pero la espada era lo suficientemente resistente como para aguantar tamaño impacto.

Salté hacia atrás y Maebelion alzó el vuelo. Con solo bloquear su ataque había podido sentir todo el poder que desprendía. Sería un milagro si lográbamos vencer.

Padre, más rápido que yo, atacó de nuevo con su guadaña. Por suerte logré conjurar un sortilegio defensivo antes de que mi defensa fuera atravesada. La guadaña se hundió en una armadura oscura que surgió de pronto sobre mi cuerpo, amortiguando significativamente el ataque. Maebelion aprovechó el momento para atacar por detrás con sus garras, pero nuestro oponente se defendió hábilmente.

El oscuro verdugo alzó una mano hacia mí, y de pronto una gigantesca onda de fuerza me golpeó, lanzándome por los aires hasta chocar con los muros de la ciudad. Tal fue la fuerza del impacto que la piedra se resquebrajó a mis espaldas. Caí casi inconsciente, y entonces Maebelion y Padre iniciaron un encarnizado combate. Mi familiar arremetía una y otra vez contra el guerrero de la guadaña, pero todos sus ataques fueron inútiles. Tras esquivar un potencialmente mortal ataque de Padre, Maebelion se vio obligado a retirarse varios metros del combate. Era consciente de que si él caía yo también moriría seguramente.

Padre rió al ver que mi familiar se alejaba a una distancia prudencial, y entonces se encaró a mí. Se acercó con parsimonia, como si no tuviera prisa por nada. Alzó amenazadoramente la guadaña, dándome unos segundos para defenderme. Alcé la espada débilmente, era consciente de que no podría defenderme de ningún ataque. No cerré los ojos, como haría cualquiera. Permanecí con los ojos abiertos, devolviéndole su fría mirada a Padre. Cuando la guadaña descendió pude oír un grito, era Eilaith.

- ¡No lo mates! ¡No!

Su voz se resquebrajó en la última sílaba, pero al mismo tiempo sonó profunda, casi etérea. Un brillante escudo de luz se interpuso entre el ataque de Padre y yo. La guadaña rompió el escudo como si de una copa de cristal se tratase, pero por suerte había amortiguar el ataque. La guadaña rebotó entonces inofensivamente en mi armadura oscura.

“¡Ahora” pensé. Debía aprovechar que Padre estaba sorprendido para contraatacar. Extendí mis manos hacia él y pronuncié las palabras necesarias para desencadenar un poderoso sortilegio. Una esfera de fuego impactó en el pecho de Padre y lo hizo caer al suelo. A duras penas me levanté y lo engatillé con mi espada.

- Déjalo, Pa... – apreté la mandíbula – Padre.

Confiaba en que tendría ventaja, pero aquel ser que yacía en el suelo no perdió la calma. Se puso a reír, como si la situación fuese divertida.

- ¿De qué te ríes? – comencé a ponerme nervioso, aquella situación se me iba de las manos. O quizá nunca la había dominado.

Apenas desvié la mirada un segundo y pude sentir el frío aliento de mi padre en la nuca.

- Ya hemos jugado demasiado, aquí se acaba todo.

Vi como me desplomaba en el suelo, pero no sentí dolor alguno. No podía mover ni un músculo, no sentía los brazos ni las piernas. Ni siquiera podía hablar.

- Ahora que ya no eres un problema voy a encargarme del problema de verdad.

Sin poder hacer nada más que mirar no pude evitar que Padre se acercara amenazadoramente a Eilaith. Ella intentó huir, aterrorizada, pero Padre era mucho más rápido. La agarró del cabello y la alzó, mirándola a los ojos. Entonces, con una morbosa sonrisa en el rostro, acarició su piel dejando que su energía fluyera hacia ella.

Eilaith no pudo evitar el toque mortal de Padre, y su piel se fue endureciendo poco a poco hasta convertirse en piedra. Padre dejó caer la estatua de piedra que se rompió en mil pedazos. Entonces volvió hacia mí, y lo último que vi fue su penetrante mirada, atravesando mi alma como una daga afilada.

Cuando abrí los ojos todo era oscuridad. No podía ver nada, únicamente podía sentir la fría piedra bajo mis pies y los duros grilletes que aprisionaban mis manos.

- ¿Do-dónde estoy? – murmuré. Pasaron unos segundos, entonces alcé la voz - ¿Hay alguien ahí?

Apreté los puños e intenté liberarme de mis ataduras, pero no era lo suficientemente fuerte como para romper las cadenas. Cerré los ojos y me concentré, Maebelion podría ayudarme. Intenté contactar con él, transmitirle mis órdenes, pero no lo conseguí. Por suerte él era capaz de vivir alejado de mí, esperaba que estuviese bien.

Me dejé caer al suelo, me sentía abatido, destrozado. Sentía que no tenía fuerzas para nada. Notaba en mi pecho una incómoda presión, algo me oprimía. Eilaith había muerto, lo recordaba perfectamente.
Allá tirado en el suelo lloré durante horas, desesperado y dolido.

Recordé aquellos bellos momentos que había pasado junto a Eilaith. Aquella había sido una semana muy especial para mí, pero sería la última. Y aunque no estuviese encerrado aquí no viviría ni un día más, porque sin Eilaith ya nada tiene sentido.

Me giré, abandonando mi incómoda postura, y me quedé tumbado con la espalda en el suelo.

- ¿Tendría que haber ignorado a Eilaith? – me pregunté en voz alta – Nada de esto habría pasado. Podría haber… podría haber seguido viviendo como siempre.

Esperé en silencio, pero nadie respondió. Nadie iba a responderme.

- No, no me arrepiento de nada.

Eilaith me había hecho ver lo marchita y corrupta que era nuestra sociedad. Era una sensación extraña, quería escapar de allí para poder ser libre y vivir una vida mejor. Pero sin ella ya nada tenía sentido, había decidido que no quería vivir más.

Me sentía apático, como un muerto en vida.

El tiempo siguió pasando, ¿qué hora sería ya? No podía asegurarlo. ¿A qué estaba esperando el Consejo? ¿Qué más querían de mí?

De pronto se escuchó un ruido, unos pasos. Se acercaban a mí, con presteza. No abrí la boca, no serviría de nada hablar.

- Por fin se va a acabar, Istvan – dijo una voz amargamente familiar – Créeme, esto me duele más a mí que a ti. El Consejo ha acordado que, por los crímenes cometidos contra tu propia raza, estás condenado a la muerte.

Oí como una puerta metálica se abría, chirriante. Padre me quitó los grilletes y me alzó bruscamente.

- En pocos minutos serás ejecutado, aprisa.

Padre me llevó por los oscuros pasadizos, iluminados tenuemente por antorchas. “Qué visión más siniestra” pensé. La idea de morir no me aterrorizaba lo más mínimo, ya había tomado mi decisión.

Finalmente llegamos a un gran portón, y de un empujón Padre abrió las puertas, dejando pasar la luz del exterior. Me sorprendí enormemente al no ver nubes en el cielo, nos encontrábamos en un gran patio con el cielo despejado. Fruncí el ceño, pues ya sabía qué lugar era aquel.

El ejecutor me llevó hasta el centro del patio, y me encadenó allí con unos grilletes negros.

- Qué muerte tan poética – murmuró Padre mientras se alejaba. Pronto me encontré solo en aquel enorme patio.

Alcé la vista al cielo azulado. Todavía estaba oscuro, pero sabía lo que iba a suceder.

Los minutos pasaron, y yo seguía anclado a aquel lugar, inmóvil. No hice ningún esfuerzo por liberarme, o por salir de allí. Habría sido completamente inútil, muchos otros habían pasado por esto antes que yo. En nuestra sociedad ésta era una de las peores condenas.

Esperé pacientemente hasta que atisbé el primer rayo de luz. Nunca antes había visto algo igual. Lo conocía de oídas, lo había visto retratado en el dibujo de Eilaith. Pero jamás, con mis propios ojos, había presenciado algo tan bello.

Tanta dicha sentí que una sonrisa se esbozó en mi rostro, y una lágrima recorrió mi mejilla.

- Tenías razón, amor mío. Es tan… precioso…

Con toda su magnificencia el bello amanecer apareció ante mí, y con su luz comenzó a quemarme la piel. La luz me dolía, me abrasaba, pero no quería desembarazarme de ello. Ahora la sentía cerca, a mi lado. Podía ver a Eilaith junto a mí, apoyando su cabeza sobre mi hombro.

- Te dije que te lo enseñaría, Istvan. Te lo prometí.

Sentí tanta felicidad en aquel momento que olvidé el insufrible dolor que llenaba mi cuerpo. Ignoré las llamas que consumían mi piel. Dejé de pensar en todo, menos en una cosa