[Prólogo] Verás realmente lo que el mundo esconde (Emil)

Los días se sucedían con una monotonía exasperante. Cada día te sentabas frente a la ventana, y mirabas a la calle. Veías a los niños jugar, divertirse. Sentías nostalgia en tu interior, abrazabas con fuerza aquel pingüino de peluche que tenías desde siempre. No entendías por qué había tenido que irse. Tus padres decían que eras pequeño, y que quizá no podías entenderlo aún, pero él se había ido porque tenía que cumplir con su deber.

Recordabas sus divertidas muecas, los paseos por el bosque, los juegos. Él te quería mucho, y tú lo querías mucho a él. Pero era el hermano mayor, el que cargaba con la responsabilidad. Era una tradición en el lugar en el que vivías, enviar a un guerrero de cada generación para proteger el bosque. No entendías todavía por qué se tenía que haber ido él. Había un montón de jóvenes en el pueblo, ¿por qué tenía que irse tu hermano?

Cuando te miró por última vez y te revolvió el pelo como hacía siempre se te saltó una lágrima. No querías que se fuera, era tu hermanito mayor. Tenía que cuidar de ti, no de ese estúpido bosque.

Como cada día los niños jugaban en la calle, distraídos de las preocupaciones del mundo adulto. Pero hoy era un día diferente, hoy era su cumpleaños. Sólo hacía un mes que se había ido, ni siquiera habíais podido celebrar con él el último cumpleaños.

Estabas triste y enfadado al mismo tiempo.

- Emil – sonó una voz a tus espaldas, la de tu madre. - ¿Hoy vas a quedarte también en casa?

La mujer se cruzó de brazos, apoyándose en el marco de la puerta.

- Entiendo que estés enfadado porque tu hermano se marchó para proteger el bosque, pero no puedes quedarte eternamente encerrado en casa sin salir. Hoy, que es su cumpleaños, tienes que salir. Diviértete por él al menos – se quedó en silencio unos segundos. - ¿De acuerdo?

Tu madre siempre hablaba en ese tono tan cálido, tan afectuoso. Siempre habías sabido que, hiciese lo que hiciese, o dijese lo que dijese, siempre lo hacía por tu bien. Y aunque ella siempre había demostrado el gran afecto que sentía por ti, no podías decir lo mismo de tu padre.

Él también te quería, pero a veces notabas cómo te miraba de un modo extraño, como si no fueses más que un desconocido para él.

- Emil, ¿me estás escuchando? Sal de casa y ve a jugar con esos niños, anda.

Las calles de Keith se transformaron en frondosos bosques, y las calles en sendas que recorrían la montaña. La pendiente no importaba, porque tú recorrías enérgicamente los senderos como si fuesen completamente planos. El demonio de la montaña parecía haberse escondido muy bien, el Sr. Nieve y tú llevabais ya mucho rato buscándole.

- ¡Sal de tu escondite, cobarde! – gritaba el valeroso pingüino que te acompañaba.

Ningún demonio maléfico respondió a la llamada, por lo que decidisteis seguir buscando. El sol se estaba poniendo ya, y el cielo se teñía de tonos naranjas y rojos. Debíais daros prisa, porque el demonio se hacía más fuerte al caer la noche.

- ¡Maldito demonio! ¡Está esperando a la noche para volverse más poderoso! – dijo el Sr. Nieve. Su bufanda a rayas ondeaba de forma heroica cual capa del más valeroso de los caballeros. Portaba en sus manos una espada como la tuya.

Cuando os disteis cuenta de las intenciones del demonio ya era demasiado tarde. La oscuridad cubrió el cielo y la luna llena se alzó imponente en el firmamento. Un viento frío os rodeó entonces, y a varios metros pudisteis ver como una oscura figura se erigía sobre una roca.

- ¡Soy el demonio de la montaña! ¡Éste es mi territorio y vosotros habéis entrado sin permiso! ¡Todo aquel que entra sin mi permiso es castigado con la más dolorosa de las muertes! ¡Preparaos para perecer!

Con un grito enfurecido el demonio se abalanzó contra vosotros. El Sr. Nieve y tú hicisteis lo mismo, blandiendo vuestras espadas.

- ¡Au! – gritó una voz infantil, de una niña.

De pronto caíste de culo al suelo. La imagen de la montaña se desmoronó como un espejo roto. En un instante volviste al pequeño y aburrido pueblo en el que vivías, Keith. Sacudiste la cabeza y miraste a tu alrededor. El Sr. Nieve estaba en el suelo, a unos centímetros de ti. El palo que recordabas haber cogido antes también estaba junto a ti. Cuando volviste la cabeza al frente no supiste como reaccionar.

Había una niña, de una edad aproximada a la tuya, que también había caído al suelo. Llevaba un vestido de color naranja, y su pelo castaño estaba recogido en dos coletas. Parece que, distraído como estabas, te habías chocado con ella, haciéndola caer. La pequeña se había llevado la mano al codo, frotándoselo.

- No me he hecho ninguna herida, pero vaya… ¡Me has empujado! – primero murmuraba, pero luego alzó la voz, sin mirarte - ¿Es que no miras por dónde vas?

Cuando la pequeña alzó la cabeza vuestras miradas se entrecruzaron. Pudiste ver a través de sus ojos verdes como si mirases a través de una ventana. Había algo en esa niña, algo especial. Su mirada no era como la de los demás niños, ni siquiera como la de los adultos. Era una mirada diferente.

Ella, tras observarte curiosa durante unos segundos, alzó las cejas, sorprendida.

- ¡V-vaya! ¡Lo siento! Es que no miraba por dónde iba y… - se sonrojó de pronto. Por alguna razón su actitud frente a ti había cambiado repentinamente. Se levantó tan rápido como pudo y tomó algo del suelo. Un enorme libro gris que no habías visto hasta ese momento.

La pequeña se acercó a ti y te tendió una mano, para ayudarte a levantarte.

- Siento haberte tirado al suelo – hizo una pausa – me llamo Ellen. ¿Cómo te llamas tú?

Ellen sonrió al ver el interés que mostraste por leer su libro.

- ¡Claro que puedes leerlo! - dijo, entusiasmada - Pero tendremos que encontrar algún lugar seguro porque es un libro muy especial, ¿vale? Y sólo te lo dejo leer a ti. ¿Conoces algún lugar seguro por aquí? Algo así como un... como un escondite. ¡Podría ser nuestro escondite secreto! - Ellen sonrió al hacerte tal proposición. Parecía entusiasmada con la idea de encontrar el típico lugar secreto que todos los niños tienen.

De pronto la pequeña paseó su mirada por la calle en la que os encontrabais. Prácticamente nadie os prestaba atención, todo el mundo estaba ocupado con sus quehaceres.

Visteis pasar a unos niños de vuestra edad corriendo, persiguiéndose por la calle. Ellen los miró durante unos instantes.

Pudiste verlo con claridad, como los ojos de Ellen registraron de arriba a abajo a los niños que pasaron corriendo. Viste en sus ojos la misma mirada que te había hecho, tan penetrante, tan profunda. Pero ésta vez, lejos de sonreír como había hecho contigo, pareció desanimarse.

Volvió a girarse para mirarte, sonriente. Notabas como si hubiera visto en ti algo especial que los otros niños no tenían.

- ¿Qué me dices, Emil? ¿Hay por aquí algún escondite secreto?